miércoles, 29 de agosto de 2018

ESCUCHAR A LOS NIÑOS

Es maravilloso observar a los padres hablar a sus bebés. Viéndoles uno se queda admirado de las cosas que somos capaces de decir a un bebé, palabras o sonidos que, para alguien ajeno al enorme amor que une a los interlocutores, carecen de sentido: “pero que dice mi currucu”, “hay que tutu, cucu, tata”, “que te como, que te guiso, que te meto al horno”, y todas las que nos podemos imaginar. Pensando en el significado de estas escenas, me atrevo a elucubrar que una de las razones por las que los bebés nos resultan tan maravillosos, es que les podemos hablar y todas sus respuestas (inteligibles la mayor parte de las veces) nos parecen deliciosas: sonrisas, sonidos agradables, etc.

Efectivamente, los niños y niñas desde recién nacidos (incluso desde la configuración de su sistema auditivo en el seno materno) hasta los dos años aproximadamente, tienen que escuchar para ir adquiriendo el lenguaje. Es una función esencial de los padres y de los adultos que les rodean hablarles para que vayan asimilando los sonidos de nuestro idioma, las palabras, las estructuras gramaticales, etc. A este respecto podemos citar un estudio neurológico elaborado con niños y niñas que fueron adoptados con meses, pero cuyas familias adoptivas pertenecen a otra cultura y país diferente, por tanto con un idioma distinto al de los padres biológicos. Se constató que, al iniciar sus primeras palabras, estos niños tienen algunas dificultades con sonidos concretos del lenguaje de sus padres adoptivos, y los neurólogos lo achacan a que durante el periodo de gestación los sonidos que escuchaban los bebés en el vientre materno eran diferentes.

Pero como la vida sigue, los bebés dejan de serlo y pasan a ser niños y niñas, muy ricos, guapos y maravillosos, pero ya no son esos bebés que responden con una sonrisa y un gesto que nos hace decir “te comería”. Empieza el periodo de decirles: “eso no”, “estate quieto”, “cuántas veces te tengo que decir que …” y miles de expresiones similares que nos vamos trasladando de generación en generación. Y continuan creciendo y comienzan a expresar sus ideas y sus sentimientos y … de repente parece que los adultos seguimos igual y en lugar de quedarnos absortos ante ese lenguaje, todavía incipiente y falto de corrección gramatical y sintáctica, continuamos hablando y hablando y dando razones y más razones, utilizando expresiones como: “ya te dicho”, “mira que te digo”, “me has oído”, “escúchame”, etc.

Menos hablar y más escuchar

Cuando mantengo entrevistas con los padres de alumnos de Infantil, de primeros cursos de Primaria, e incluso de la ESO, muchos padres asienten que hay conductas de sus hijos que no son del todo positivas, pero ellos justifican su propio comportamiento educativo como padres con la siguiente frase: “yo ya se lo digo”. Realmente estoy empezando a odiar esa frase. Me explico.

Evidentemente los padres debemos “decir” las cosas a nuestros hijos, aportar razones para que eviten determinadas conductas, explicarles cómo es el comportamiento correcto en determinadas circunstancias y hacerles las oportunas observaciones sobre hechos que podemos presenciar en casa, en la calle o en los medios de comunicación. Pero “decir” no basta, sobre todo hay que “hacer”, hacer lo que queremos que ellos hagan, es decir comportarnos nosotros mismos como queremos que ellos se comporten posteriormente. El ejemplo es manido: “hijo, no se dicen esas palabrotas” y acto seguido insultamos al árbitro, criticamos con vehemencia a la famosa de turno o, peor aún, utilizamos esas palabras en el hogar. Entonces el “yo ya le digo” es lo más ineficaz que existe.


Dicho esto, volvemos al inicio, ¿por qué no somos capaces de escuchar a los niños y niñas sus reflexiones, sus expresiones de sentimientos y emociones, sus dudas, sus preguntas (a veces, aparentemente, impertinentes)… con el mismo talante que lo hacíamos cuando emitían sonidos de bebés? Necesitan aprender ahora igual que entonces, ya no sólo el lenguaje, sino a través del lenguaje. En primer lugar de su propio lenguaje, pero para eso hay que escuchar. Un niño no aprende a construir su lenguaje y su pensamiento solo internamente, necesita exteriorizarlo y que un adulto le confirme que lo hace bien, o le establezca pautas para hacerlo correctamente. Y eso solo se puede hacer escuchando, pero escuchando con el mismo amor con el que escuchábamos sus balbuceos.